Se olvidó el conejo que fue gazapo

En mi condición de hijo único, yo era feliz. Comía a mi ritmo, gozaba de baño privado y en las tardes, cuando mis superiores humanos trabajaban, dormía a pata suelta junto a ellos. La vida me sonreía, las lechugas abundaban. ¿Qué más podía pedir? Todo iba bien hasta el día en que llegó el chico.

“Es que con un hermanito vas a ser más feliz”, dijeron, pero a mi nadie me preguntó sobre lo que sentía. Aunque no tengo expresiones, porque entenderán que soy un conejo, la humana insistió con que tenía cara de pena, de payasito triste, por lo que necesitaba urgente de un compañero. Y así fue cómo yo, que a mis nueve meses ya tenía la vida hecha, me convertí en el guardián de Pancracio, alias el “gordo chico”, “marabunta” y “traga-traga”.
A pesar de todo, recibí al nuevo miembro de la familia con el más amistoso de los lengüetazos, como debe ser. También compartí mi dormitorio sin chistar y le aparté los mejores pellets. Y es que el chico tiene carisma, te conquista el corazón, pero es un real pain in the ass. Apenas tuvo la certeza que ya no lo iban a devolver a la tienda de mascotas, Pancracio dejó la cagada, literalmente.
¡Adolescentes y su incontrolable metabolismo! Ahora no pasan ni cinco minutos y el balcón parece un comercial de chocapic, todo lleno de bolitas. A su edad, yo era distinto, bastante más introvertido y preocupado por mi higiene personal. Al menos, así se lo hice saber a la humana que me cuida, quien solo me respondió con una sonrisa y una foto que me tomaron a los cuatro meses, los mismos que tiene Pancracio ahora.
“Ah, pero es que eso era cuando tenía testículos”, traté de justificarme inútilmente, mientras rememoraba esas juveniles épocas en que todavía gozaba de las dos cosas que me hacían absolutamente macho. Sí, recordar estas experiencias me ayudarán sin duda a soportar mejor que me roben la comida ante el menor descuido y que me dejen todo el baño meado. Sin embargo, nada justifica lo de ayer.
Puedo aguantar muchas cosas de este gazapo, MENOS que me conejeen. Despertar en la noche con un adolescente haciendo de las suyas sobre tu espalda es algo que no le deseo a nadie y por eso, no puedo dejar de darle las gracias a San Francisco de Asís que seguro motivó al humano macho del hogar para que me sacara al enano de encima y lo metieran en otra jaula. En lo que respecta a su compañera hembra, ella no hacía más que reírse de la situación.
¡Y es que cuando era un adolescente, mi gran osadía fue hacerle el amor a una pantufla!
Qué falta de respeto, señores, que falta de respeto…
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